LAS PRIMERAS IMPRESIONES DE GEORGIA (07/10/2022)
Hemos decidido dejar Armenia para adentrarnos en las montañas del Cáucaso georgiano antes de que lleguen las nieves y el frio, que están a la vuelta de la esquina. Nuestra última noche en el país, la pasamos junto al rio y con vistas a una bonita iglesia ortodoxa.
Por la mañana buscando el mejor plano para inmortalizar el campamento, hago un mal viraje y me pega un latigazo tremendo en la espalda, apenas me puedo poner derecha. ¡Vaya desastre! Sobre todo, teniendo en cuenta que vamos a la zona de montaña donde teníamos intención de hacer rutas de senderismo.
Me pongo todos los mejunjes que encuentro en el botiquín y nos ponemos en ruta hacia estas míticas montañas que alcanzan los 5.000 m de altura, aunque yo con menos entusiasmo del que esperaba tener.
De camino, un camión de embutidos El Pozo nos anima la vista pensando que dentro pueden ir unos buenos perniles, con lo que lo seguimos hasta casi la frontera, donde una hermosa manada de caballos guiados por unos vaqueros nos hace perderlo de vista. Nos hemos quedado sin jamón pero con esta maravillosa imagen.
El cruce de frontera se da estupendamente. Básicamente es cuestión de una hora el entrar en el país vecino, no sé si porque venimos de Armenia o porque ya entramos previamente, pero es pan comido.
Nuestras primeras impresiones sobre Georgia, no han cambiado demasiado respecto a cuándo cruzamos el país hace unos meses, aunque por una frontera diferente.
Las edificaciones estilo soviéticas de las poblaciones por las que pasamos están hechas de ladrillo cara vista pero sin juntear, dando la sensación de que se pueden desplomar en cualquier momento. En los tejados se levantan decenas de antenas parabólicas enrobinadas y las mujeres que asoman por las puertas y ventanas vestidas de negro y con un pañuelo en la cabeza, le dan a Georgia ese sabor al pasado.
Las vacas y los cerdos, siguen en medio de las carreteras y autovías dando sustos a los conductores que llevan velocidades de vértigo. Y lo que si hemos remarcado es que el carácter georgiano nada tiene que ver con el armenio, al menos la gente con la que nos cruzamos parecen más fríos y no son de sonrisa fácil, de hecho por más que les saludamos no hay manera de que nos respondan, tenemos la sensación de que nos miran como bichos raros.
Teniendo en cuenta que hacer la compra en Armenia no nos complacía demasiado, hemos vaciado la despensa para llenarla aquí, pero me temo que ha sido decisión equivocada. Hemos visto un SPAR y nos hemos lanzado como como moscas a la miel. Al entrar, nos ha dado más la sensación de que estábamos en una tienda de gasolinera que en un supermercado de los que estamos acostumbrados y después de varios dias a base de tomates y sardinas de lata, combinados con huevos y chorizo de plástico, buscamos algo diferente. Pero nuestro gozo en un pozo, todas las carnes son congeladas, los precios de escándalo, y las estanterías están repletas de alcohol, está claro que debe haber bastante demanda.
Atravesamos la capital, Tiflis, donde el tráfico es infernal. Si los armenios eran locos al volante, estos no se quedan atrás. Lo que si nos hemos percatado es de una curiosidad, conducen tanto con el volante a la izquierda como a la derecha, os podéis imaginar el caos.
La ciudad nos muestra una cara moderna del país, con edificios de diseño que se mezclan con antiguas iglesias ortodoxas.
Por suerte y sin ningún percance atravesamos este hormiguero de coches a los que a la mitad les falta el parachoques, podemos adivinar por qué.
Una vez atravesamos la ciudad, nos adentramos en la llamada Carretera Militar Georgiana, una ruta con mucha historia.
La carretera sigue la ruta milenaria de las invasiones y el comercio cruzando la cordillera caucásica hasta llegar a Rusia, con una altitud máxima de 2.384 m.
La primera vez que fue utilizada por las tropas rusas fue bajo el mando de Totleben en 1769. En 1783, con la firma del tratado de Gueórguiyevsk, por el que los georgianos renunciaban de la soberanía persa y se ponían bajo la protección imperial rusa, la comunicación entre ambos países pasó a otro nivel de relevancia, por lo que en octubre de ese año, Pável Potiomkin mandó 800 hombres a la ruta para que la arreglaran, de modo que pudo llegar a Tiflis en un coche tirado por ocho caballos.
El día ha amanecido lluvioso y conforme vamos ascendiendo esta carretera de vértigo, la niebla va cubriendo las magníficas montañas que deben esconderse detrás de esta densa bruma que casi nos impide ver a los vehículos que llevamos delante.
Teniendo en cuenta la densidad del tráfico de camiones que hay, principalmente rusos, entendemos la importancia de esta ruta histórica.
Una vez atravesado el paso de Jvari, comenzamos el descenso y la niebla se esfuma, los rayos de sol iluminan las montañas que ya están cogiendo tonalidades otoñales y las vistas de los valles son espectaculares.
Descendemos hasta 1.750 m de altitud donde encontramos la población de Stepasminda, situada a 15 kilómetros de la frontera rusa. Este lugar se ha convertido en el campamento base para viajeros que vienen a explorar la zona, y lo cierto es que quedamos sorprendidos de ver las instalaciones hoteleras y restaurantes que ofrece.
Como el tiempo nos ha dado tregua, decidimos hacer el ascenso en La Española hasta el principal icono de Georgia: la silueta de la iglesia de la Santísima Trinidad con el nevado pico del monte Kazbegi a sus espaldas.
Este debe su nombre al escritor Alexander Kazbegi nacido en esta población y que después de años de estudios en Tiflis, San Petersburgo y Moscú, decidió volver a su pueblo natal para convertirse en pastor. Francamente no es de extrañar con tal belleza. Años más tarde publicó algunas novelas que dieron la fama.
Para nuestra sorpresa, la carretera está cortada por obras, y la única manera de llegar al monasterio es a patita por un sendero bastante empinado que terminará de hacer trizas mi espalda.
Pero bien merece la pena esta pequeña tortura para poder tener una de las vistas más bonitas que hemos contemplado en nuestro viaje.
Está atardeciendo y el sol ilumina la cima de mítico monte mientras en los prados cabalgan preciosos caballos que parece estén haciendo una exhibición para los que pasamos por esté mágico lugar. Nuestra visita culmina con la entrada a la iglesia, donde varias mujeres vestidas de negro, encienden velas que colocan en una especie de pedestal con una bandeja dorada, situado delante de las imágenes sagradas que conserva la capilla.
Y con los últimos rayos de sol abandonamos el lugar con la cabeza girada para grabar en nuestra retina este momento y este paraje que nos ha regalado el día.
Pasamos la noche justo a las faldas del monasterio, en un pequeño prado que parece no tener dueño y que nos ofrece unas vistas espectaculares.
La mañana vuelve a despertarse lluviosa y el pronóstico para los próximos días no es demasiado alentador.
La idea es alcanzar el valle de Truso y explorarlo, pero teniendo en cuenta la climatología parece que no vamos a tener demasiada suerte.
Conducimos unos diecisiete kilómetros al sur y nos adentramos por un camino de tierra y con tantos baches que parece que estemos en una atracción de una feria en lugar de conduciendo. ¡Pobre Española! La lluvia además ha generado unos surcos tremendos que tenemos que ir esquivando, pero conforme nos adentramos en el valle las vistas son espectaculares y nos sentimos diminutos ante tan colosales montañas.
Al contrario que en Kazbegi que es bastante turístico y todavía está en temporada media, aquí desaparece cualquier rastro de ser humano, lo cual nos hace sentirnos remotos.
Aparcamos la Española junto al río Tergi y pasamos unos días apartados de toda civilización, contemplando estos picos algunos ya nevados y acompañados por los cientos de ovejas que al amanecer pasan junto a nuestra casa para darnos los buenos días.
Sencillamente un lugar idílico